viernes, 28 de marzo de 2008

Palabrelios.De palabras y prejuicios

La palabra.

Originalmente la palabra se habla. El génesis bíblico, comienza con el Verbo como elemento fundante de todo lo porvenir.

La palabra se dice , con algo más que vocablos. Con ella se comunica algo, se nombra y se describe algo. En la mitología antigua , nombrar a algo implicaba darle vida.

La palabra sirve al intercambio, sirve el dar y el tomar. Revela al otro lo que le era velado. Le permite participar en algo personal y fomenta lazos y confianza. Y sin embargo no se trata sólo de lo que se dice sino también del cómo se dice, el tono, la expresión, la mirada, el ademán. Gracias a todo ello la palabra no sólo se escucha sino que también se contempla en el otro. Conversar, del latín cum versare , implica dar vueltas con otro/a , conversar es girar siempre con otros/as, en una danza simple en busca de contacto y ligazón.

Ciertas palabras tienen peso. En ellas adquiere volumen un evento, un acontecer, una realidad extendida al compás del tiempo. Por ejemplo en la palabra “madre” o “padre” o “hijo”.

La palabra con peso provoca un movimiento en el alma, la conmueve, desencadena un impulso, como el llamado “¡socorro!” o simplemente “por favor” o “gracias”. También las palabras “vida” o “muerte”, “adiós” u “hogar” nos emocionan y ponen algo en movimiento.

Algunas palabras nos impactan y, en función de la manera cómo son dichas, nos transportan en el concepto que describen. Como por ejemplo la palabra “hálito”. Con la palabra “árbol” percibimos un movimiento interior involuntario que la mano reproduce al imitar la redondez de su corona.

En la palabra hablada vibra algo que le falta a la palabra leída. De ahí que la palabra hablada necesita tiempo, y sólo así llega a desarrollar su efecto. En la lectura puede uno apresurarse e incluso sobrevolar el texto, pescando talvez sólo la información pero no el sentido pleno. Para comprender la palabra leída, es imprescindible articularla en voz alta y concederle el tiempo de una palabra hablada. Percibimos intensamente este matiz cuando leemos un poema.

A menudo es preciso, al decir algo consistente, darle tiempo al otro de sentirlo resonar en él hasta que interiormente lo haya podido repetir. Sólo así llega a tocar su alma, a ser saboreado y a desplegar su valor. Hablar de esta manera nos es posible cuando la palabra ha cumplido ya en nosotros su obra, cuando al pronunciarla revela ser un eco de lo que ya en nosotros mismos ha resonado.

Hablando por sí solas, tales palabras son poco numerosas, sin afectación, directas, generosas y un regalo para los otros. Los griegos, sabios en distintas disciplinas, sabían del impacto de las mismas, y en sus escuelas enseñaban el Kairos, el sentido de la oportunidad, ese don que tenemos las humanos de callar o hablar según coordenadas de tiempos y espacios.


El prejuicio


Un prejuicio significa que ligamos una cosa que no conocemos con algo que sí es parte de nuestro saber. Los prejuicios pueden ser tanto positivos como negativos. A través de ambos perdemos nuestras ilusiones cuando nos acercamos a lo que hasta entonces nos era desconocido. Por ejemplo, cuando se nos acaba el enamoramiento que también es un prejuicio, se impone una visión del otro en su realidad y en su diferencia. Esto prepara el camino para el aprecio que es apertura hacia él, y nos permite evadirnos de la angostura de siempre para posar el pie en lo abierto y lo amplio.

Un prejuicio siempre tiene que ver con la estrechez, con opiniones basadas en imágenes, en representaciones familiares y por lo tanto limitadas. Por cierto que lo mismo acontece con juicios de valor, sean positivos o negativos, que separan el uno de los otros y lo dejan inalcanzable por lo que está ante él. Al establecer un juicio de valor hacemos diferencias y nos cortamos el acceso a la diversidad. Por lo general en modo mental, no con el alma. El alma nos unifica con lo que está al frente y, gracias a esto, demuestra su amplitud y su fuerza.

Claro está que nos limita más que toda la opinión o el juicio negativo, sobre todo porque va acompañado por un sentimiento de superioridad, a menudo incluso por indignación ligada a deseos e ideas de venganza.

Numerosos prejuicios y juicios de valor se basan en el hecho que consideramos a los otros bajo el ángulo de nuestra conciencia, la cual los divide en dos grupos, los que tienen derecho a formar parte y los que son excluidos. Estos prejuicios se alimentan también de nuestra convicción que los que son distintos son libres y deben demostrar ahora su buena voluntad en vistas de cambiar y parecérsenos. Sin embargo, ni ellos ni nosotros somos libres de nuestros prejuicios. Ellos y nosotros estamos de muchas maneras intricados en los destinos de nuestros ancestros y de nuestro grupo familiar.

Cuando llegamos a penetrar estas cosas, nos volvemos prudentes y más indulgentes, tanto con respecto a los otros como a nosotros mismos y a nuestros prejuicios. Quizá nos cabe entonces olvidarlos poco a poco, sin prisa ni pausa , escuchando, registrando, sabiendo que el otro/a es como es , no como yolo imagino o ligo con algo que ya conozco.



Hugo Huberman




No hay comentarios: